Ni siquiera él, un cuerpo todo lo mecánicamente perfecto que su creador humano había sido capaz de construir, está preparado para lo que está ocurriendo. La humanidad está acostumbrada, se siente muy segura de si misma por el hecho, de que continuamente está saneando sus filas de aquellos que rebasan los límites de aquello que la mayoría entiende es un comportamiento cuerdo. A los locos, los que se creen el gran Bonaparte sometiendo a Europa, los que les gusta caminar desnudos exhibiéndose por mitad de la calle, quienes sufren de mal humor crónico y gritan o lloran desconsolados en cualquier momento, los adictos irremediables a sustancias prohibidas o que contra toda lógica no son sólo legales sino socialmente aceptadas, se les encierra, se les aparta del resto para ser curados, ser sometidos a un tratamiento de normalización, para evitar que las manzanas sanas se pudran. ¿Pero que es eso de estar loco?, ¿cuál es realmente la diferencia que obliga a unos a vivir retenidos en una institución psiquiátrica y a otros los permite vivir libremente?, ¿qué es realmente la locura?, ¿podría ser resumida en una falta de sometimiento a lo que son las costumbres que imperan en un determinado lugar en un determinado momento?, ¿a caso Nietzsche, Van Gogh, y quien sabe cuantos más sin nombre, no nos han enseñado ya de sobra a la humanidad cual fina es la linea que separa a los cuerdos de los locos?, ¿qué hace sino la humanidad ensalzando a esas figuras que en los últimos momentos de su vida fueron proscritos como locos? Para Arturo la diferencia entre una clase de humanos y otra, no está nada clara, cualquier observador independiente, como un alienígena que pasase por aquí y ahora, sería incapaz de separar las manzanas podridas de las que no lo están.

Trata de hacer caso omiso a todo lo que ocurre a su alrededor y se centra en hacer lo que se supone es su trabajo, llevar los platos que salen de la cocina a las mesas de los que son los clientes que pagan la propina que tanto necesita él y sus compañeros. De la cocina a las mesas, de las mesas a la cocina, parece un trabajo sencillo sólo hay que saberse los números de las mesas y hay que estar atento de memorizar ese número antes de salir de la cocina con los platos. Pero la teoría siempre se complica con la práctica, la bandeja no es que le pese, sus brazos mecánicos son capaces de soportar su peso y cien veces más, lo difícil es mantener con estilo su equilibrio cuando está rebosando por todas partes, y más difícil es hacerlo con todo lo que está ocurriendo a su alrededor, que si tiene que esquivar a un cliente que va al baño mientras es incapaz de mirar por donde camina teniendo clavados sus ojos únicamente en su teléfono móvil, que si tiene que estar atento a los coches de juguete que yacen en el suelo como auténticos patines que amenazan con dar con su cuerpo metálico en el suelo, que si tiene que soportar las miradas increpadoras y no sólo eso, directamente alguna voz, de los que reclaman que habían llegado antes y en consecuencia deberían de haber sido también atendidos antes.

Pero tampoco lo hace nada mal, y esquiva con maestría todos los obstáculos que se van interponiendo en su camino. Tan bien lo hace, que cualquiera que estuviera atento a sus movimientos, su desparpajo, su habilidad, se daría cuenta de que rebasan los límites de lo que vulgarmente se entiende como humanos. De arriba abajo y de abajo arriba, sin apenas rozarse con nadie, sin una equivocación, algo ciertamente imposible.

Hace su tarea de manera mecánica, y no porque sea un robot, sino porque es la mejor forma de hacerla, no necesita prestar atención a nada que no sea lo que está haciendo. Por eso apenas mira a su alrededor si no es para no evitar que le tiren la bandeja o caerse, si alguien le preguntase ahora mismo cuanta gente hay en el restaurante, o cual es la mesa que tiene más comensales, aunque sólo fuese para que diese una respuesta a ojo, sería incapaz de darla, porque no tiene ni idea. Sin embargo, tras unas cuantas idas y venidas, se da cuenta de que hay unos ojos clavados en él, que se mueven con él allá a donde va, y eso le hace temerse lo peor. Lo primera idea que los datos que hay en su cabeza generan, es que se trata de la policía, otra vez han debido dar con él, y simplemente están esperando el momento oportuno para echarle el guante encima, pero no, no pueden ser ellos, si así fuera no hubiera habido mejor momento que ya para engancharlo, entonces ¿quién puede ser?

La curiosidad, y el saberse observado, hacen que él también empiece a fijarse en esos ojos y a la persona a la que pertenecen. Tanto, que sus movimientos precisos dejan poco a poco de serlo, ya no son tan mecánicos, ya no presta sólo atención a la comida que sale de la cocina y a la mesa donde debe de dejarla, y a la gente y cosas que se pone por medio mientras lo hace. Una cosa lleva a la otra, y al final acaba tropezándose con uno de esos juguetes que hay en el suelo, su pie se desliza, y acaba dándose un tremendo golpe contra el suelo a la vez que la bandeja sale disparada por los aires con todo la comida que había en ella, y menos mal, porque gracias a ella se disimula el sonido a chapa que hace cuando se da contra el suelo. En seguida todo el caos que hay se centra en él, un caos del que súbitamente ha pasado a formar parte por culpa de su tonta caída. Unos lo miran asombrados, otras comentan, algunos se acercan a ayudarlo, y otros simplemente se ríen de él a carcajada suelta.

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