De entre aquellos que se acercan a ayudarlo, se encuentra esa persona que lo miraba fijamente, y de alguna forma la culpable de tan trágico desenlace. Aparte de dos grandes ojos de color azul parecidos a los de María, tiene una larga melena de pelo negro, lo que todavía hace que resalten más sus ojos, su piel es de color claro, y así a simple vista no debe de rebasar por mucho los treinta.
Mientras le ofrece la mano para ayudarlo a levantarse, le sonríe con una sonrisa con la que parece querer decirle algo. Temeroso de aceptar su ayuda por si descubre su gran secreto por culpa de su peso, algo más ligero que el de un humano de su estatura, al principio duda en si aceptarla o no. Sin embargo, su insistencia, ofreciendo repetidamente su mano moviéndola de arriba a abajo, y eso sonrisa que cada vez se estira más en su rostro, hacen finalmente no la rechace. Se agarra a ella, y de nuevo está de pie como si nada hubiera pasado, sino fuera por todos los restos de comida y lo que es todavía peor, los platos y vasos rotos que hay por todo su alrededor, los que han hecho que por primera vez desde que entraron al restaurante los padres de los niños que jugaban por el suelo se acuerden de ellos.
No se pone rojo como un tomate porque no puede, no porque carezca de vergüenza, ese es un concepto que no podía faltar entre los millones de datos que tiene en la cabeza. Así que, pone una media sonrisa, se rasca la cabeza como signo de nerviosismo y como si nada hubiera pasado, y rápidamente se pone a recoger todo. Al menos le alivia el pensamiento, de que como de costumbre el jefe se ha marchado al principio de la noche, y puede que nunca se entere de lo que ha pasado. María, que había seguido trabajando como si no hubiera pasado nada, cuando todo se calma, se acerca a decirle algo.
– María: No te preocupes, le puede pasar a cualquiera. Lo estabas haciendo muy bien.
Y a la vez que acaba su frase consoladora, le guiña un ojo. A lo que responde con otra media sonrisa sin parar de recoger. Que lo que le ha pasado puede pasarle a cualquiera, lo sabe, lo que le hiere en su orgullo de máquina es que le haya pasado a él, todo el restaurante lleno de seres humanos patosos por naturaleza, y la máquina que se supone ha sido concebida para remediar esos defectos es la que ha fallado. ¿Quién podría esperarse esto?
Sólo era una simple bandeja, con unos cuantos platos encima de ella, pero el estropicio que ha formado es enorme. Raro es encontrar alguna parte del suelo del restaurante donde no haya restos del desastre, así que lo que se supone que iba a ser su primera triunfal noche trabajando de verdad como un camarero se convierte en una noche barriendo el suelo, cuando no directamente arrastrándose por los suelos. Puede que esto que ha pasado explique la sensación que tenía al principio de la noche de que no iba a ser una noche corriente, aunque también puede que sólo fuese causa de los amenazantes relámpagos que al final cumplieron su promesa inundado la ciudad con agua.
Para cuando ha acabado de limpiar todo, el restaurante ha dejado de rebosar con gente, apenas la mitad de las mesas están ocupadas, ya no hay niños poniendo en dificultades a los camareros, ha vuelto la calma y con ella su prescindibilidad fuera de la cocina. Es la primera vez que vuelve a levantar la mirada y deja de buscar restos de comida y platos rotos desde que se cayo, ya casi se había olvidado de los ojos que lo seguían por el restaurante y de la persona que luego lo había ayudado a levantarse, cuando allí la vuelve a ver, sentada justo en el mismo lugar donde estaba sentada antes, clavando fijamente su mirada en él, justo como lo estaba haciendo antes.
Con el misterio sin resolver de quien será, y a que vendrá tanto interés en él, si no es policía ni ha venido a detenerlo vuelve a la cocina. Allí Carlos y Fermin deben de haber vuelto a aburrirse porque ambos vuelven a estar discutiendo por algo que no entiende y que le de igual no entender, aunque paran tan pronto como lo ven aparecer por la puerta.
– Carlos: Hombre, por fin te volvemos a ver.
– Fermín: ¿Qué tal fuera? nos han dicho que has tenido un pequeño accidente.
– Arturo: Sí, algo de eso ha pasado. He pisado un juguete y he tirado toda la comida que llevaba.
– Carlos: No te preocupes, esas cosas las primeras veces pasan.
– Fermín: Y las segundas, si la culpa es de los padres…pero como los clientes tienen siempre la razón, pues no pasa nada.
– Arturo: Bueno, tampoco ha sido para tanto.
Ellos siguen a los suyo, y él vuelve a lo suyo también, por toda la cocina hay desperdigados cacharros de cocina de todas las formas y colores esperando a que los friegue, porque en el fregadero no cabe ni uno más, en el hay una torre desafiando toda ley física y que hace rato tendría que haberse desmoronado. Se remanga su camisa blanca y se pone el mandil de nuevo, y se pone ahora a acabar con estropicio que hay en la cocina, y que por lo que parece también debe se ser sólo culpa suya.
Al menos, la noche ya se está acabando, lo que parecía que iba a ser una vuelta a casa con los bolsillos medio vacíos por la falta de propinas promete haberse convertido en todo lo contrario, y puede que fregar platos sea aburrido, pero en esa monotonía tienen su encanto, nada ni nadie puede estorbarle haciéndolo.
Aún así, antes de acabar la noche le depara una sorpresa, junto a su parte de propinas María le entrega una servilleta doblada en la que parece que han escrito algo.
– María: Toma, una de los clientes me ha dejado esto para ti, parece que gracias a tu caída has ligado.