Si algo hay por el centro de las calles de Madrid, son restaurantes, los encuentras de todas las clases, indios, turcos, asiáticos, mediterráneos, de comida rápida, para todos los bolsillos y para sólo aquellos pocos que pueden permitírselo. Arturo ve tal cantidad que no sabe por donde empezar. Hasta que llega un momento en que se para en mitad de la calle y decide pasar al restaurante más cercano. Se trata de un restaurante especializado en pescado y marisco, se llama Mediterráneo en honor a ese famoso mar que hizo grande al imperio Romano del que deriva la mayor parte de la cultura gastronómica europea, está a apenas un par de calle de la archifamosa calle Gran Vía, en su escaparate hay langostas en una especia de acuario aburrido, porque se nota que no está pensando para el deleite de sus habitantes, no hay tierra en su fondo, no está ese buzo que hay en todo acuario, ni siquiera un cofre con el tesoro perdido de algún galeón hundido por culpa del mal tiempo o el mar humor de los piratas que lo asaltaron, tampoco está ese galeón, todo lo que hay son langostas y algún centollo que parece haberse confundido de sitio.

Antes de entrar, inevitablemente siente el deseo de observarlo un rato, y no es el único, porque un corrillo de turistas con los ojos rasgados hace tiempo que lo observan y fotografían antes de que el se parase. Llega a la conclusión, de que no puede haber nada más triste que ser uno de ellos, inmóvil por apenas tener espacio para moverse, viendo como uno a uno tus compañeros van desapareciendo, y esperando que en cualquier momento seas tu el que lo haga, que te lleven a ese lugar del que nadie retorna. Algo muy parecido tenían que sentir los prisioneros en los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, menos mal, que esos crustáceos, a esa especie de insectos acuáticos, porque si fueran terrestres sólo unos pocos se atreverían a comérselos, no están dotados de un cerebro los suficientemente evolucionado como para ser conscientes de su situación, sino su angustia sería insoportable, y no estarían quietos como ahora están tan tranquilos esperando su turno, al menos estarían intentando escapar, tratando de trepar por esa cristalera escurridiza en que se ha convertido su casa, tan vez incluso esa angustia por se conocedores de los que le espera a la vuelta de la esquina, agriaría su carne, la agriaría tanto que deberían ser mezclados con alguna especie de salsa para que no se notase, o quien sabe, hasta drogados a través de algún producto vertido en el agua, que los hiciere perder la noción de la realidad.

No respira hondo porque no tiene pulmones, pero hace el gesto de como si lo hiciese igualito que lo haría cualquier otro ser humano. Y cuando acaba de hacerlo le echa todo el valor que puede y pasa dentro. Su interior no es muy grande, así a simple ojo puede contar exactamente diecisiete meses, todas redondas y adornadas con un mantel de cuadros rojos y blancos grandes, en el centro todas tienen una vela apagada, lo que indica que todavía no ha llegado la hora de que los clientes pasen, tampoco está puestos los cubiertos ni los platos. Apenas le da tiempo a dar cuatro pasos, cuando un hombre de mediana edad, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, lo detiene en su avance a no se sabe donde.

– Hombre: Disculpe, pero el restaurante todavía esta cerrado.
– Arturo: Me lo imaginaba por las horas que son.
– Hombre: Efectivamente, apenas si son las doce del medio día. ¿Qué quiere?
– Arturo: Venía a preguntar si tienen trabajo.
– Hombre: ¿Qué sabes hacer?
– Arturo: Casi cualquier cosa.
– Hombre: Me refiero a en un restaurante.
– Arturo: Y yo. Pues le puedo echar una mano como camarero y limpiando platos, lo que a usted mejor le venga.
– Hombre: ¿Tienes experiencia?
– Arturo: Sí, claro.
– Hombre: Casualmente uno de nuestros camareros nos acaba de dejar, ayer no vino a trabajar y necesitamos a alguien, mira ahora mismo iba a poner el cartel en la puerta del restaurante de que necesitábamos a uno.
– Arturo: Entonces he llegado al sitio adecuado, a la hora adecuada.
– Hombre: Exacto. ¿Te vendría bien empezar esta tarde mismo?
– Arturo: Sí claro, por mi no hay problema.
– Hombre: Tienes que venir en camisa blanca, pantalones y cinturón negros y por supuesto zapatos, no me importan que sean zapatillas cómodas, siempre y cuando también sean negras. ¿Entendido?
– Arturo: Entendido.
– Hombre: Pues vente otra vez en torno a las cinco de la tarde vestido como te he dicho.
– Arturo: Perfecto.
– Hombre: Por cierto, yo me llamo Tomás.
– Arturo: Y yo Arturo, encantado de conocerle.
– Tomás: Lo mismo digo, que no se te olvide ni la hora ni lo de la ropa.
– Arturo: No, descuide.

Igual que ha entrado sale por la puerta del restaurante, dicho y hecho, no se imaginaba que fuese a ser tan fácil encontrar trabajo. Sale muy contento, de hecho está hasta emocionado, ese trabajo es el primer paso para pasar a ser un humano como cualquier otro, nadie podrá sospechar de un camarero-frega platos sin papeles. Está tan emocionado que tarda un rato en darse cuenta de faltan dos detalles muy importantes, no ha convenido un salario con el dueño del restaurante lo que le hace suponer que le va a explotar, y el más importante de todos, no tiene dinero para comprarse ni esa camisa blanca, ni los pantalones, ni el cinturón, ni las zapatillas o zapatos negros.

No le va quedar otra que robarlos como hace todo el mundo, justo lo que había tratado de evitar hacer encontrando un trabajo. Decide que lo mejor va a ser hacerlo en el sitio concurrido de gente, acostumbrado a que eso pase, y que cuente con que esos ocurren dentro de los gastos ordinarios de su negocio. Va a ir al Primark que ha visto de camino.

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