Mientras acaba, ha sido por mucho el primero de los empleados en llegar sino tenemos en cuanta al jefe, van llegando el resto. Ahí es donde se da cuenta, de que no es el único vestido con camisa blanca y pantalón negro, hay al menos otros dos vestidos igual que él. Con algunos de ellos se intercambia un rápido hola y adios, y con otros ni siquiera eso, van llegando sin hacerle el menor caso.
Cuando por fin está todo barrido, fregado, los platos y cubiertos debidamente ordenados encima de la mesa y las velas encendidas, se para a observar su trabajo. Todo está perfecto, su jefe se debería de sentir orgulloso de él. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, es sorprende justo en ese instante por su jefe que se dirige a él otra vez de forma algo agría.
– Tomás: ¿Se puede saber que haces parado?, ¿por qué crees que yo te pago?, ¿por mirar las musarañas?
Otra vez sin saber que decir, se conforma con mirarlo como con cara de sorprendido, es evidente que ninguna de esas preguntas se han lanzado con la intención de que las conteste.
– Tomás: No me mires con esa cara, ¡muévete!, ¡venga!, ¡vamos!
Muévete, pero ¿a dónde?, ¿qué es eso que se supone tiene que hacer? Por lo que vuelve a adoptar la misma táctica, sigue callado esperando que de esa forma, al menos, le diga que es lo que se supone que tiene que hacer.
– Tomás: Como sigas así te veo con poco futuro dentro de la empresa. ¿No te acuerdas que te dije que cuando acabases fueses para la cocina? Venga que te están ya allí esperando.
– Arturo: Disculpa…es que es el primer día y la verdad ando un poco perdido, voy para allá.
– Tomás: Mi primer día…venga tira antes de que me arrepienta de haberte hecho venir y de comprarte esa ropa nueva que llevas.
Ropa nueva, que lamenta va a utilizar únicamente en la cocina. La cocina se abre y cierra con una de esas puertas típicas que parecen tener un muelle en su bisagra, de tal forma que cuando alguien pasa por ella se quedan tambaleando hasta que vuelven a encontrar otra vez el equilibrio. Eso le añada a su entrada en la cocina un toque, a la entrada de cualquier forastero en uno de esos salones del antiguo oeste americano, es entrar y todos los que están allí se le quedan mirando. El cocinero, gordo casi como un tonel y con un gran bigote que se riza en sus extremos, inconfundible por la bata blanca que lleva, eso sí, salpicada por más de una mancha que parece haberse convertido en perenne a pesar de sus múltiples lavados y dar la impresión de habérsela puesto hoy limpia, además lleva el típico sombrero blanco que debe llevar todo cocinero que se precie, no sólo para evitar que sus pelos caigan a la comida, sino por el estilo que le añade, la bata blanca no sería más que cualquier otra bata blanca, como la de un dentista, sin él. A su lado, hay otro sujeto, en su caso delgado y con barba incipiente que no es más que una desidia en el afeitado, que tiene pinta, así a primera vista, de que es el encargado de ayudarle en la cocina, en su caso no lleva gorro, no lleva bata, lo único que lleva es el típico delantal que lleva toda ama o amo de su casa en la cocina, que es lo que le delata, tiene un fondo blanco salpicado por los ingredientes de un plato de comida, tomates, pepinos, huevos, chuletas, forman parte de su decoración. El otro individuo que está con ellos, es otro de los camareros, más joven que los otros dos, apenas llegará a los 30 años, que nada más verlo pasar lo mira de arriba a abajo, como aquel que examina a su rival en un ring de boxeo antes de enfrentarse a él, en caso bien afeitado, con una camisa blanca impoluta y unos pantalones negros como el carbon, en sus pies lleva una buenas zapatillas de deporte negras, signo de que eso que hace es algo que se hace desde hace mucho por mucho tiempo y desde hace mucho tiempo, todo lo contrario a las suyas, las primeras zapatillas negras que engancho antes de salir corriendo.
– Arturo: Hola, soy el nuevo.
– Cocinero: Eso está muy bien, siempre hacen falta un par de manos más.
– Ayudante de cocina: Eso digo yo, que últimamente hay veces que no damos a basto.
– Camarero: Pues bien venido. ¿Cómo te llamas?
– Arturo: Me llamo Arturo.
– Camarero: Yo soy Genaro. Cualquier duda que tengas, no dudes en preguntármela, siempre que pueda te echare una mano.
– Ayudante de cocina: Yo soy Fermin, y bueno aquí hago un poco de todo, pero sobre todo echarle una mano a aquí al cocinero jefe.
– Cocinero: Ese soy yo, pero vamos que de jefe tengo poco, Fermin la mayoría de las veces ni me hace caso y va a su bola, y en todo caso quien me manda a mi son más los camareros, que si falta este plato, que si falta aquel otro…recibo más ordenes que doy. ¡Ah! se me olvidaba presentarme, yo soy Carlos.
– Ayudante de cocina: ¿Y qué es lo que exactamente has venido ha hacer aquí?
– Arturo: Pues la verdad es que no lo sé…supongo que un poco de todo, entré como camarero por eso vine vestido así, pero…
No le da tiempo a acabar la frase porque justo aparece Tomás por su espalda, que aparentemente se había quedado rezagado haciendo algo pero súbitamente ha aparecido para entrometerse en la conversación.
– Tomás: Pero nada, que no tiene ni idea de camarero y vamos a empezar poco a poco, hoy de momento os va a echar una mano en la cocina, y bueno si se le necesita para cualquier otra cosa, pues ya le diremos algo.
No tiene muy claro si tiene o no sentimientos en ese corazón de uranio que no late en su interior, pero lo que acaba de decir Tomás, en caso de tenerlos, lo tendría que haber hecho pedazos.