Sigue caminando y empieza a escuchar el sonido rítmico de campanas. Es la primera vez que las escucha, aunque de acuerdo a los datos que tienen almacenados en su memoria deben de provenir de una iglesia. Se dirige hacía el origen de dicho sonido, por su intensidad no tiene que estar muy lejos de donde está ahora situado.
Que el sonido de las campanas se intensifique es buena señal y significa que cada vez está más cerca de su objetivo, otra de las cosas que le indican que se acerca son los fieles con los que se cruza por el camino y que llevan la misma dirección que él, algunos de ellos incluso mostrando crucifijos colgados al cuello. Siguiendo el origen del sonido y a esos fieles se encuentra con una iglesia. Es una iglesia como cualquier otra, con forma de cruz, en uno de sus extremos tiene un campanario de gran altura de donde cuelga esa campana que sigue haciendo ruido, probablemente avisando del comienzo de una misa.
En ese momento se para justo delante de su puerta, no sabe si entrar. Se cuestiona la existencia de dios, del que nunca nadie ha encontrado pruebas de que realmente exista, ninguna de las religiones, ni la católica, ni la musulmana, ni la judía, ni la budista, ha sido capaz de demostrar por medios empíricos, los mismos que se le exigen a la ciencia para probar cualquiera de sus teorías, que sus creencias se ajustan a la realidad de los hechos. Cualquiera de ellas, se basa en una creencia ciega, es decir, donde la razón no tiene cabida, y lo único que las sustenta es la superstición, la costumbre, y con ellas el poder que cada una de las religiones ha ido desarrollando en cada uno de los territorios donde tiene fieles, poder que como en cualquier otro caso, se mide por la cantidad de sus posesiones, dinero. ¿Acaso no es él, otra prueba de que han vuelto a equivocarse? La evolución de las especies de Darwin, la teoría del heliocentrismo que le sirvió a Galileo para ser condenado por la sagrada Inquisición. Un robot que ha sido el único producto del ingenio del hombre, con capacidad para tener sentimientos, para razonar, de alguna forma debe de contravenir el principio fundamental del que toda religión parte, dios es el único creador, el que creo al hombre a su imagen y semejanza. Pero a él, está claro, que no lo ha creado dios.
Aun así pasa. Lo hace más como una forma de satisfacer su curiosidad, que por satisfacer sus creencias religiosas, como el turista que va a ver la Meca, o el que pasa a la Catedral de Santiago, o el que visita un templo Budista, o va a la Ciudad del Vaticano, para hacer ninguna de esas cosas hace falta ser creyente, pueden moverte otros motivos. Dentro hay un ambiente de respeto, reina el silencio, aquellos que han ido a atender al sermon que un cura está a punto de dar están sentados esperando a oírlo. Él decide hacer lo mismo, confundirse entre ellos, y ocupar uno de los sitios que hay libres.
Su disfraz de momento está funcionando a la perfección, nadie le mira raro, ni parece que su presencia haya creado en ningún momento ningún tipo de revuelo, es una oveja más dentro del rebaño. Delante suya, tras unos cuantos bancos, pues se ha sentado casi al final de la iglesia, hay un altar dorado, su centro está presidido por una cruz de gran tamaño, así a simple vista podrá medir más de dos metros, y en ella, como no, está Jesucristo, ese gran mártir que dio su vida para salvar la del resto, ese que se autoproclamó el hijo de Dios y que vino a avisarnos de la llegada del Apocalipsis, que enumeró los pecados, y animó a los humanos a no incurrir en ellos bajo pena de arder eternamente en el infierno. A su alrededor hay más imágenes, cuadros de ángeles revoloteando en un cielo azul salpicado por nubes, y como no, una figura de la Virgen María, la que fue engendrada por Dios y dio a luz a su hijo, en ella sobresale un corazón de color rojo rodeado por espinas, probablemente lo mismo que tuvo que sentir ella cuando los romanos lo crucificaron ante la pasividad del pueblo que se supone lo adoraba.
El cura encargado de dar el sermón llega, al poco de que la campana deje de sonar. Ataviado con una sotana negra y larga que le cubre todo el cuerpo, ocupa el atril que hay que hay en el centro del altar. Los pocos murmullos que todavía había entre sus feligreses desaparecen, hay tanto silencio que puede escucharse en toda la iglesia el sonido de las páginas de la Biblia que el cura pasa para encontrar el tema de lo que será su sermón de hoy. Como todo orador que se precie empieza aclarando su voz, cuando acaba de hacerlo da comienzo a su sermón.
(…)
Hace rato que le hubiera gustado levantarse y haberse marchado, la curiosidad de escuchar lo que el cura tenía que decir se le pasaron tras no más de cinco minutos, si todavía no lo ha hecho, ha sido por no llamar la atención y por respeto, ese que tienen aquellos que no comparten las creencias de todos y se saben en su punto de mira. Le da la impresión de que un cura no es más que un moralista, aquel que trata de inculcar su moral al resto, la forma en que deben de comportarse y pensar, aquel que te enseña a distinguir entre lo bueno y lo malo, y se da cuenta de lo peligrosos que son. No tanto por el contenido de esa moral, sino por la forma en que desproveen de su moral a aquellos que los escuchan, ya no existe una por cada uno de los feligreses, ahora sólo existe la del cura que ha dado el sermón, es él que marca las fronteras entre lo que está bien y está mal para todos los que lo escuchan.