La normalidad enseguida le sienta bien a Arturo, volver al restaurante y volverse a sentir arropado por los mismos que ya conoce hace que se le olvide todo lo que ha sucedido. Todo ha quedado en un mal sueño. Aunque de vez en cuando siente cierta intranquilidad, vale que ha cambiado completamente de aspecto físico, pero haber vuelto a trabajar en el mismo restaurante donde antes lo hacía lo ha convertido en un blanco fácil, y cada vez que algún cliente pasa al restaurante las mismas dudas surgen en su cabeza, ¿será un policía?, ¿será algún robot miembro del grupo que no conozca?, ¿será alguno de los robots que ha dejado encerrados en la caja fuerte y que han cambiado de aspecto igual que lo ha hecho él? Después de todo, Estefanía lo recluto en ese mismo restaurante, puede que se lo haya contado a alguien, puede que incluso se lo haya contado a la policía, puede que incluso se lo esté contando ahora mismo en otro interrogatorio bajo tortura.
Sólo el tiempo será capaz de responder todas esas incógnitas, de decirle si ha hecho bien en volver al sitio donde sabía que tenía trabajo y dinero fácil, por ahora se conforma con tirar para adelante todo lo fuerte que puede para dejar atrás lo antes posible todo lo malo.
Todos los problemas que tiene pasan a un segundo plano en el momento que sale de su primera noche tras la vuelta al restaurante. “¿Y donde voy a dormir yo hoy?” se pregunta nada más ser abrazado por la oscuridad y frío de la noche. En su bolsillo tiene todo el dinero que ha sido capaz de ahorrar desde que empezó a trabajar más, lo que ha ganado hoy. Mirándolo fijamente, un buen y grueso fajo de billetes que no pasará por mucho los mil euros, llega a una conclusión a la que todavía no había sido capaz de llegar desde que su creador le encendió, cree que ha llegado el momento de no sólo aparentar ser un humano, sino además de vivir como uno de ellos. Así que, esforzándose por silenciar esa parte de él que todavía le grita a voces que busque otra fábrica abandonada igualita a la que antes vivía, se va en busca de un hostal en el centro de la capital madrileña.
Es tarde, son más de la una de mañana, pero los letreros donde se anuncian el alquiler de habitaciones brillan con tal intensidad que sospecha que no va a tener muchos problemas para encontrar una. No llevará más de 100 metros caminando desde que salió del restaurante cuando decide pararse, ante la inmensidad de uno de ellos y el contenido de su mensaje “Alquila tu habitación a cualquier hora por solo 25 euros”. Con lo que ha ganado hoy tiene para pagarla de sobra, y mañana ya tendrá tiempo de entretenerse en la ardua tarea de buscar una habitación en internet.
Llama al telefonillo, y no oye nada, así que vuelve a apretarlo todavía más fuerte y durante más tiempo. Tampoco oye nada. Así que, lo vuelve a hacer más veces cada una de ellas más prologadas en el tiempo. Hasta que cuando menos se lo espera, y durante una de esas veces que está apretando el telefonillo con intensidad se oye alguien responder al otro lado.
– Recepcionista: Ya para, para, que ya te hemos escuchado. ¿Qué es lo que quieres?
– Arturo: Disculpe, no estaba seguro de si funcionaba o no el telefonillo. Pues venía a alquilar una habitación.
– Recepcionista: ¿A estás horas?, ¿o tienes ya reserva?
– Arturo: A estás horas, no, no tengo cita.
– Recepcionista: Pues no sé si me quedará algo…
– Arturo: Pero el cartel dice…
– Recepcionista: Ya sé, ya sé lo que dice. Venga sube y vemos si queda algo libre.
El telefonillo que hasta entonces no había hecho ni un solo ruido suena con un zumbido eléctrico, Arturo empuja de la puerta y pasa al portal. Como la mayoría de los pisos del centro de Madrid se trata de un edificio histórico, o si se lo prefiere muy viejo, de esos que incluso tuvieron la suerte de resistir el bombardeo de los aviones nazis durante la Guerra Civil Española, de esos que lucen en su fachada reformada un letrero con la fecha en que fue construido 1890. El portal es estrecho, pequeño, con adornos de madera por todas partes, que no han sido capaces de resistir tan bien el paso del tiempo, y aunque han sido debidamente barnizados están deformados, ondulados, lo que acentúa todavía más la sensación del paso del tiempo. Su ascensor tampoco se queda atrás, y parece más una jaula, es uno de esos que van por mitad de las escaleras y que se nota mucho que fue puesto cuando el edificio ya llevaba tiempo construido, sin que eso signifique que no tenga ya casi cien años. Así que, prefiere subir por las escaleras, total, no son más que tres plantas. Con cada uno de sus pasos las escaleras crujen cuando pisa sobre esa madera vieja y abultada que la recubre, apenas si hay espacio para que sube o baje una persona, el ascensor que impudentemente enseña sus tripas debe de tener la culpa. La luz que le ilumina el camino es amarilla y parpadea.
Cuando llega a su destino lo está esperando en la puerta el recepcionista que le ha abierto. Es un hombre mayor, muy mayor, debe de rozar los setenta años si no los ha pasado ya, pelo canoso, cara arrugada, unas gafas apoyadas en la parte final de su nariz, y apariencia de estar muy cansado.
– Recepcionista: Hola, buenas noches.
– Arturo: Buenas noches, ¿ha habido suerte?
– Recepcionista: Sí, sí que la has tenido, justo hoy se nos han quedado dos habitaciones libres y yo no tenía ni idea. Pero pasa, pasa dentro.
El hostal tiene la misma apariencia que el portal, aunque en el se notan que las reformas han sido todavía más profundas, techos altos, pasillos estrechos, cables que viajan por fuera de las paredes.