Ya es imposible no hacerles caso, los tiene encima, a los dos, mirándole fijamente. Inevitablemente deja de prestar atención a los dos ciempiés gigantes, y poco a poco gira su cuello para dirigir su mirada hacía donde sabe con certeza que lo están mirando. Otra vez se ve reflejado en los cientos de octógonos que forman sus ojos, sentado en el bordillo en el que lleva todo el día, con cara de pocos amigos. No sabe que decir, ni que hacer, paralizado aguanta la mirada unos segundos que le parecen una eternidad, y cuando ese cruce de miradas se le vuelve incomodo, vuelve a fijarla en donde la tenía antes de que ellos llegaran, en la interminable llanura donde sus ojos son capaces de encontrar su límite. Y simplemente espera a que pase algo, lo que sea, que haga que ese momento se acabe y de paso le ayude a desvelar que hace allí.
Con la mirada fija en el horizonte de repente nota como algo le acaricia la cabeza, de reojo mira a ver que pasa y ve que es la pinza, la mano arácnida, de uno de sus anfitriones. En ese momento no sabe si vomitar o salir corriendo, siente una mezcla de repulsión y odio insostenibles. Tiene que dar lo mejor de si mismo para contenerse, para no hacer ninguna de esas dos cosas. Las caricias son rítmicas, sostenidas en el tiempo, y parecen tener la intención de consolarle, de mostrarle cariño, afecto. No entiende absolutamente nada.
Sigue en esa posición inmóvil cuando las caricias se acaban. Los dos alienígenas vuelven a dejarlo solo donde está sentado, y pasan a su casa. Sin verlos, sin sentirlos, vuelve a recuperarse, los sentimientos de odio y repulsión desaparecen, y decide que lo mejor es quedarse ahí quieto donde está, no se le ocurre nada mejor que seguir mirando al interminable horizonte. Su cabeza acaba donde siempre, preguntándose donde y como estará Julia y cual será la mejor forma de escaparse. Sueña despierto, por así decirlo, con el día en que por fin vuelva a ser libre y pueda estar con ella.
Ya casi ni se acordaba de donde está, cuando vuelve a escuchar los pasos de los dos alienígenas acercarse de nuevo a él. La carne se le vuelve a erizar, es increíble como su cuerpo es capaz de transmitir emociones sin que el sea capaz de ejercer el más mínimo control sobre ellas. Pero no tuerce la mirada, no quiere saber, ni le importa a que a lo que vienen o que es lo que quieren. Siente como pasan al lado suya, y al final acaban interponiéndose entre él y su querido horizonte. Ya es imposible no verlos, ni no hacerles caso. Los mira de arriba abajo, siguen siendo igualitos a los bichos gigantes a los que se había acostumbrado a matar en la Tierra y los que había venido a matar a este planeta, pero esta vez traen consigo algo nuevo, algo con lo que no los había visto hasta ahora, algo que enseguida llama su atención y que hace que clave su mirada.
Suspira hondo al creer entender de lo que se trata, es una cuerda alargada, puede que mida dos o tres metros, gruesa como puede serlo uno de los dedos de su mano, y que al final tiene una especie de collar, el mismo con el que los seres humanos ataban a sus mascotas perrunas hasta la llegada de la Gran Revolución y los perros, su cría en cautiverio fue prohibida, ganaran también su libertad. Una de dos, o lo van a ahorcar y sus primeras impresiones son erróneas, o ese collar va a servir para atarlo. La sangre literalmente le hierve, pero es lo suficientemente inteligente como para disimularlo y espera, otra vez, acontecimientos.
Se vuelven a acercar hasta donde está sentado y vuelven a comenzar de nuevo las caricias, otra vez rítmicas sobre su cabeza, otra vez pareciendo querer calmarle, tranquilizarle. Sin embargo, sus efectos sobre él son todo lo contrario y siente que de un momento a otro va a explotar. Además, esas caricias ahora son acompañadas por su voz, sigue sin entender lo que dicen, sigue siendo igual de molesta que cuando un mosquito te visita una noche de verano en la cama y no te deja dormir. Solo escucha un interminable zumbido, mientras siente como con una de sus pinzas le acarician la cabeza. Puede que sea el peor momento de toda su vida, ni picar piedra en Marte, ni vivir escondido en el bosque como un maqui, pueden superarlo.
Las caricias vuelven a acabarse, el zumbido desaparece, él sigue en su postura inmóvil, quieto deseando que se vayan y vuelvan a dejarlo en paz, y que la maldita cuerda no se más que una mala asociación de su cerebro debido a las circunstancias. Sin embargo, nada de eso ocurre, lo que ahora ven sus ojos pasar ante ellos es ese collar para perros. Pasa limpio, sin tocarle, pero no le hace falta que lo haga para molestarle. Luego se queda sobre sus hombros y nota como poco a poco lo aprietan hasta que se ajusta a su cuello, tanto que le hace soltar un gemido de dolor, fruncir su rostro y mirar herido a ambos de sus anfitriones, quizás ya dueños, quizás ya por fin en ese instante ha resuelto el enigma, el acertijo del porque de su existencia. Vuelven las caricias, aflojan el collar, pero se queda donde está.
El collar está atado a su cuello, en el otro extremo está el alienígena que acaba de ponérselo. Delante suya, ahora a cierta distancia, todo lo lejos que le permite la cuerda hacerlo, vuelve a hablar, a emitir zumbidos, lo hace mientras mueve las tenazas que son su boca, mientras mueve la cabeza como tratando de dotar de más sentido a lo que está diciendo. Cuando acaba, se da la vuelta y tira de la cuerda, al hacerlo casi le saca la cabeza de los hombros.