Los días han pasado, y su vida se ha visto reducida a comer, dormir, y trabajar. Sobre todo mucho trabajar. Lo único que le queda es ella, poder disfrutar de la compañía de Julia es lo único que sigue dotando de sentido su vida, cada una de las bocanadas de aire, cada uno de los bocados de comida.
Hoy pasado una semana desde que comenzó la ocupación, y ni él ni ninguno de los otros terrícolas ha podido tomarse un suspiro. No han tenido ni un día de descanso, no ha pasado nada que haya roto el estricto plan diario de trabajo. Lo que al llegar no era más que una explanada infinita árida y de color rojo, se ha transformado en una explanada igual de árida y del mismo color, pero que ahora está adornada de boquetes en su superficie gracias a los callos de sus manos, el dolor de su espalda, el dolor de corazón por culpa del continuo tragarse la rabia. Esos boquetes empiezan a tomar la forma de una auténtica mina en la que la máquina traductora junto a los alienígenas que la utilizan, cumplen la función de jefes, de extraer hasta el último suspiro de las fuerzas que tengan. No hay castigo físico para aquellos que inevitablemente flaquean en sus fuerzas y acaban sentados encima del suelo marciano, pero los que lo hacen son apartados del grupo, son llevados por los alienígenas a no se sabe donde, a cumplir con no se sabe que función, y no vuelven nunca más a ser vistos.
Eso ha hecho que perciba el trabajo no sólo como una obligación, sino como una lucha por la supervivencia. Ya no es esa difusa amenaza con la que empezó la relación entre alienígenas y humanos, ya no es esa promesa de muerte colectiva que pesaba sobre sus cabezas pero que en realidad no se materializaba sobre ellos, sino sobre la destrucción de la estación espacial. Ahora se siente señalado por un dedo, ahora cada uno de ellos puede ser individualizado y castigado con una pena, que nadie sabe en que consiste, porque nadie ha vuelto de ella para contarlo. Cada vez que golpea el suelo con su pico, regula sus fuerzas, calcula cuantos impactos y durante cuanto más tiempo podrá seguir dándolos para poder llegar de nuevo a su habitación sin que lo separen de ella. Por eso mientras ahora pica, no lo hace de una forma violenta, arrítmica, o despreocupada, lo hace con cariño, esmero, cuidado, sabiendo que debe seguir haciéndolo sino quiere que lo lleven de ese lugar del que nadie regresa.
La mira y ella hace lo mismo, pica y pica, y a pesar de la crudeza del trabajo, para él no ha perdido ni una pizca de su belleza. Hoy está especialmente rara, especialmente silenciosa, nunca volvieron hablar de lo que pasó en la nave, y no se han quejado de su suerte, siguen manteniendo al máximo las cautelas, sabiéndose observados y escuchados en cada momento, pero aun así hoy sigue estando rara, tiene algo en la cabeza que no le ha contado.
Al menos los alienígenas les siguen dejando una hora para comer, y cuando ese momento llega, como ahora ha llegado lo sigue celebrando con una sonrisa. Comen en una estación espacial en miniatura, que algunos de ellos fabricaron cuando empezó el trabajo en la mina, y que al menos les permite quitarse el traje espacial y comer en una mesa las sobras de la cena. Es como una casa prefabricada hecha de chapa. Se sienta al lado de Julia, como siempre hace, no le hace falta para saber que algo le pasa que le hable, su mirada gacha confirman las sospechas de su raro comportamiento todo el día. No hablan, no se miran, hasta que Julia saca algo del bolsillo de su pantalón, y con cuidado de que nadie la vea se lo enseña, tiene forma tarjeta y por sus colores es una tarjeta de las que se utilizan en la estación espacial para abrir sus puertas. ¿Por qué la lleva escondida? supone que eso es lo que tiene todo el día en la cabeza y por lo que está tan rara. No se atreve a decirle nada, cualquier gesto que se salga de la normalidad puede acabar con los dos allí de donde nadie vuelve. Por lo menos, ya sabe lo que le pasa.
Después de comer otra vez a ponerse el traje espacial presurizado, y otra vez al darle al pico y la pala. Desde que empezaron a trabajar no ha visto ni rastro de ese metal precioso por el que tanto sudor están vertiendo. Cada vez está más convencido de que no existe, que otra excusa, como la de sus dioses, si no fuera por ella ya se hubiera sentado en el suelo. Pero su aburrimiento desaparece de forma instantánea cuando su pico da con una piedra de color rojizo brillante, un rojo intenso que contrasta con el rojo pálido del color de la tierra marciana. Para de golpearlo, y en cambio empieza a centrar sus golpes a su alrededor, para tratar de desenterrarlo. En seguida se da cuenta de lo endeble que es, si lo roza con el pico se resquebraja, si le vuelva a dar se convierte en polvo. Sigue y sigue, y tras un largo rato entretenido en robarlo de las entrañas de la tierra por fin lo tiene en sus manos, es un trozo de roca grande, de tamaño semejante a la de la cabeza de un humano, no pesa mucho, su densidad es baja, es un material ligero, no sabe que metal es, pero en la Tierra no existe nada semejante.
Pero poco le dura en las manos, apenas pasan unos segundos cuando uno de los alienígenes se lo arranca de ellas. Éste lo levanta para que todo el mundo pueda verlo y lo señala con una de sus pinzas, al final va resultar cierto, ese cacho de roca es el que tiene la culpa de todo su sufrimiento y de que ahora mismo no esté en el hospital con una bata de color blanco puesta.