Los crímenes siempre necesitan autores, por eso su dificultad no radica tanto en su comisión sino que deriva principalmente de sus consecuencias. Planear un crimen puede suponer semanas, su comisión puede durar apenas unos segundos, sus efectos son para toda la vida. 

Segismundo y Ataulfo después de tirar a Susana por la terraza, pasaron la tarde viendo la final del US Open sin apenas mirarse ni dirigirse la palabra, lo poco que hablaron todo fue relacionado con el partido, se les escapaba algún ánimo a Nadal, era inevitable. Pero por dentro de cada uno de ellos empezaron a aflorar sensaciones disfrazadas de remordimientos, que en realidad lo que escondían era miedo a ser descubiertos y sufrir la estigmatización social asociada a su delito. No era tanto el sentirse culpable del asesinato cometido como la carga derivada de ello, para ambos Susana era incapaz de provocarles dolor, pena, compasión, y cualquier otro sentimiento humano que surge de forma inevitable ante la perdida de un ser querido, todo lo que ahora tenían era miedo a la opinión de los demás. Para Ataulfo, e incluso Segismundo, su crimen no podía considerarse como un acto inhumano, todo lo contrario, ellos no podían ser peores que los que lanzaron la bomba de Hiroshima, o los que abrían las cámaras de gas a los judíos, para ellos lo que habían hecho también era una cuestión de supervivencia, ser pobre y sufrir la tiranía de aquellos que no lo son también supone un conflicto bélico encubierto, es una guerra civil no declarada entre dos clases sociales contrapuestas. Visto de esa forma, no eran más que soldados de su causa, visto de esa forma, la justicia no era más que un invento burgués con la finalidad de asegurar el dominio de una clase sobre otra, de recubrir con las ropas de justicia a un acto de venganza ante una sublevación de la clase reprimida. 

Cuando de verdad empezaron a sentir la presión en sus corazones fue cuando el ruido de las sirenas inundó su habitación, cuando se asomaron a la ventana y vieron el tumulto de gente que habían formado, cuando oyeron las pisadas de los policías subiendo las escaleras. Sabían perfectamente a lo que habían ido, a tomar muestras y recoger pruebas, pero para todo habían preparado la excusa perfecta, no eran más que unos inquilinos, si encontraban sus huellas en la casa de Susana era lógico, Ataulfo subía frecuentemente a quejarse, o del agua caliente, o la comida del desayuno, y Segismundo era el novio de Isabel, había subido ya un par de veces, sino más, a su casa. Lo único que podría echar abajo su coartada era algún vecino que los hubiera visto tirándola por la terraza, o sus nervios, porque la policía aunque fuese sólo de forma rutinaria iría tarde o temprano a hacerles preguntas. 

Segismundo todavía tenía que esforzarse aun más, tenía que soportar ver destrozada a Isabel por la perdida de su madre. Era consciente de que su relación con ella era un arma de doble filo, le proporcionaba la coartada perfecta si era capaz de controlar sus nervios y era donde todos los focos se fijarían por culpa del dinero que inevitablemente iba a caer en las manos de Isabel. Sabía perfectamente que Isabel iba a estar en clase, sabía que él debía haber ido a la suya, pero el partido le había proporcionado la excusa perfecta para haberse quedado en casa, y en ningún momento debería de sospechar de él. Cuando acabó vio al campeón levantar la copa se fue a su habitación y esperó a que Isabel llegase mientras estudiaba, aunque le fue imposible comprender ni una sola de las palabras que leyó, lo único que podía hacer era al menos mantener la compostura, tener el libro abierto, el cuaderno abierto, sus bolis abiertos, en signo de plena actividad por si alguien llamaba a la puerta, lo que estaba seguro que tarde o temprano iba a pasar, y sólo podrían ser dos personas, o la policía o Isabel. 

Esa tarde la única que llamó a su puerta fue Isabel. Venía tan destrozada que era imposible no sentir lástima por ella. Sus lágrimas se escapaban de sus ojos, su rostro expresaba infinita tristeza pero de tal forma que parecía haberla asumido, de que ya no buscaba respuesta al porque de su desgracia. Segismundo en el umbral de la puerta hizo lo imposible por hacerse el sorprendido, pero lo que fue todavía más difícil fue hacerse el dolido. Sin dejarla todavía pasar a la habitación se lanzó a ella en un abrazo en forma de salvavidas a sus lágrimas, pero en realidad en que se estaba salvando era el mismo, no podía evitar tener la necesidad de esconder su cara. Así estuvieron un rato, cuando Isabel se despego y le pidió que la dejara pasar. El resto de lo que pasó en la habitación de Segismundo ese día es complicado de explicar, Isabel y él se enzarzaron en un beso interminable, luego se quitaron la ropa el uno al otro, y luego se metieron en la cama, para después de todo un buen rato de intercambiarse carias y besos quedarse dormidos. Las horas pasaron en la más absoluta oscuridad de la habitación de Segismundo, sin que ninguno de los dos se separase un milímetro del otro, y así estuvieron hasta que amaneció y volvieron de nuevo a verse el uno al otro el rostro. La claridad entraba con fuerza por los poros de la persiana entreabierta de Segismundo mientras admiraba el cuerpo de Isabel vistiéndose, nadie sabe lo que por su cabeza estaba pasando en esos momentos, lo único que podemos decir es que la dejó de mirar en el momento en que se puso su jersey rojo. Isabel se fue con prisa, necesitaba una ducha, pero antes le hizo prometerle a Segismundo que tan pronto se diese él otra iría a su casa para esperar juntos la visita de Manolo.