“Los jóvenes de ahora tienen que ser imbéciles, en mi época, cualquiera con dos dedos de frente cualquiera ya se hubiera dado cuenta que le están siguiendo, si no hago más que joderle, y el tío es que ni se inmuta, es que ni nos mira. ¿Qué es lo que tengo que hacer para que se de cuenta?” Romero está pensando una y otra vez en su despacho que es lo que tiene que hacer para provocar un cambio de actitud en Segismundo, que por ahora no parece percibir su presencia, por más que se cierra la soga sobre su cuello no siente la asfixia, para él su mundo sigue revestido de normalidad. A Romero su actitud le irrita, nadie puede serle indiferente, por eso va a dar una vuelta de tuerca. Va a hablar con Susana, la dueña del albergue, para que le arriende la habitación que se encuentra justo al lado de la Segismundo, no a él claro está, sino a uno de los troles que maneja. Como siempre en su actividad diaria, no le gusta que la gente lo mire como a un policía cuando está haciendo trabajo de calle, y lleva su camisa blanca, sus chinos y sus zapatos con la bandera de España, para él es como otro uniforme. Coge su moto blanca y tras esquivar el tráfico con pericia de la capital se planta en el albergue en un abrir y cerrar de ojos. Llama al timbre de la puerta contigua a la entrada del albergue y no la abre nadie, decide pasar al albergue aún exponiéndose peligrosamente a su entorno y se encuentra a Susana postrada en el mostrador mirando una revista de viajes, tiene pinta de que ella ya está gastando la herencia con los ojos y su imaginación. Está tan abstraída en lo que mira, que no percibe su llegada, se acerca Romero hasta el mostrador y pulsa la campanilla de recepción un par de veces con un par de toques de su mano, Susana despierta de su sueño asustada por la campanilla que está a escasos centímetros de donde ella antes apoyaba su codo, lo mira, y el susto se convierte en una mirada de terror.

Susana no puede evitar mirarlo con cara de odio, cada una de sus palabras la hacen segregar bilis, la irritan, no le estampa la campanilla en un ojo de milagro, se tiene que agarrar al mostrador con ambas manos para tenerlas ocupadas y no dar rienda suelta a sus impulsos.

Sus palabras estás cargadas con la misma ironía que las de su contraparte.

Susana sale del mostrador, agarra su revista previamente enrollada en su puño, y con un gesto le dice a Romero que le siga hasta la cocina. No está muy lejos, salen de la recepción, entran a un pasillo, que da a las escaleras de las habitaciones y a una pequeña puerta donde esta la cocina. Susana la abre con llave, entran y tras pasar le ofrece un café a Romero, que acepta sin regañadientes. Ya están sentados en la gran mesa que corona el medio de la cocina, mirándose frente a frente, y descansando esa mirada por intermedios dedicados al sorbo de sus respectivos cafés. 

Susana lo interrumpe, y de mal humor le dice.

Un silencia incomodo se apodera de a habitación. Hasta que Susana vuelve de nueva a hablar.

Susana está harta de Romero, no sabe como quitárselo de medio, pero sabe de sobra que es mejor no llevarle la contraria, sabe muy bien como se las gastan.

Con aires de dictador se levanta de la mesa Romero, sin decir nada abre la puerta de la cocina y finalmente se despide. 

Susana asiente con la cabeza, y ni hace el esfuerzo de despedirse o de articular palabra.

Ya no vuelve a mirar la revista de viajes en todo el día, la preocupación le impide centrarse en cualquier otra cosa que no sea pensar en su hija Isabel. Romero está detrás de ella. No es tonta, sino para que va a querer la habitación que está al lado del ligue de Isabel. Varias interrogantes surgen en su cabeza, “¿está buscando una relación con Isabel?” pero eso no puede ser, enseguida se quita esa cuestión de la cabeza, sabe de sobra que Romero es un hombre casado y además más que la dobla en su edad, “¿ira a cargarse a Segismundo?” pero no le ve mucha explicación a esa pregunta sino es para conseguir a Isabel, entonces “¿quién quiere conseguir a Isabel?” y la respuesta de una forma inspiradora le viene de forma simple a la cabeza, “pues un amigo de Romero, policía como él, tonta, ¿quién va a ser?”. Se acaba de dar cuenta, de que no es sólo el Indio el que le interesa, ahora también le importa su hija, y no sólo eso, su dinero, “sino ¿a que ahora va a venir éste? que confunde la moralidad con el símbolo del euro”. No sabe que hacer si avisar a Isabel o no. Lo piensa y lo mejor decide es que sea ella la que le informe al cliente que tiene que cambiarse de habitación, así que sea ella las que saque sus propias consecuencias, aunque le falta un ingrediente esencial a su cadena de raciocinio, la visita de Romero. Saca el móvil y le escribe un mensaje a Isabel, “cuando vengas al albergue después de clase, que no se te olvide hablar con el de la habitación 58, dile que lo cambias por la habitación 44, que tiene una cama más grande”.

Isabel está en clase, mitad atendiendo intentado coger apuntes, son pocas las ocasiones que el albergue le deja un rato para poder acercarse por la universidad, y mitad pues pensando el Segismundo. Es pensar en él y empezar a reírse, con sus All Star rojas llenas de agujeros y su camiseta de los Héroes del Silencio, no tiene pinta de haber salido a correr mucho. Duda si ira a verla está noche después e la paliza que le dio ayer. Tras sonar la campana, saca el móvil y ve el mensaje de su madre, y no relaciona nada con Segismundo, ni con la policía, ni con nada, solo piensa “¿y ahora que le digo yo a éste?”. Le contesta a su madre con un simple OK, y se apunta en su bloc de notas, “Avisar al llegar al albergue al de la habitación 58 que se tiene que cambiar por la 44. Razón:¿?. Excusa: Tiene una cama más grande.”