Segismundo tiene pensado ejecutar la última parte de su plan lo antes posible. Por eso, después de ayer darle vueltas viendo la tele y de que se le viniese la idea viendo el anuncio de Frenadol, no ha querido esperar más y ha decidido que va a ir él solo a las Barranquillas a por droga. Suena estúpido, es un plan muy posiblemente estúpido, pero si es ejecutado tal y como Segismundo lo imagina, la estupidez se transformará en genialidad y el destino no tendrá otra que quedar rendido a sus pies.

Siendo realistas, Segismundo no sabe nada de drogas, nunca ha sido un mal chico, ha fumado porros de los que le invitaba Ataulfo, y últimamente que no le falta el dinero no se ha podido resistir a comprar algo de hierva para su propio consumo, como el día en que celebro la última despedida de Isabel tirando sus cenizas por la ventana. Pero la cocaína solo la ha probado un par de veces, borracho en su pueblo, nunca sabiendo donde ni como conseguirla ni sabiendo diferenciar la buena de la mala. Y si no sabes donde ir a por droga, lo mejor es ir a donde todo el mundo va a por ella. Las Barranquillas tiene fama de ser el mercado Madrileño de la droga, tiene fama de ser un barrio peligroso, de robos, violencia, redadas policiales, una vez pones un pie dentro aquello que puedes controlar es desbordado por lo incontrolable, el factor inmensurable de variables puede hacer o que no regreses o lo hagas más tarde de lo que tenías previsto. Puede que le den un navajazo por culpa de un atraco, y esta vez no estará Isabel para salvarle la vida, o puede que justo en el momento en que este comprando la droga aparezca la policía y también sea detenido. Todo esto lo ha pensado ya Segismundo, pero nada parece que pueda compensar las ganas de quitarse a Ataulfo del medio, de ser definitivamente libre, de ser el único dueño de la verdad y hechos que forman su vida. A diferencia de lo que haces cuando vas a un sitio donde quieres causar buena impresión, ha pensado que lo mejor para ir a las Barranquillas es ir con la ropa más vieja y destrozada que tenga, y con el menos dinero posible, si le atracan que le atraquen con lo justo, y nada de llevar tarjetas de crédito encima, ni símbolos de riqueza como relojes o cordones de oro. Para Segismundo cumplir con todo esto va a ser fácil, sólo se tiene que poner su ropa, va tirar de sus vaqueros rotos, de sus camisetas y All Stars agujereadas. Después de ponérsela sigue teniendo buen aspecto, sigue sin pasar por un yonki necesitado, se despeina y nada, coge un poco de tierra de las macetas se la restriega por la ropa y algo mejora, coge un poco de champo lo echa en el lavabo, mete la cara con los ojos abiertos, y ¡voilá! tiene los ojos como tomates, ya puede pasar por casi uno de ellos, pero todavía falta algo, abre el mueble bar, saca una botella de whisky y le aprieta dos repulsivos tragos, dejándole aliento a alcohol. Ahora ya esta preparado. 

Son las nueve de la noche, más o menos la hora a la que solía volver de correr cuando aun estaba con Isabel, entre semana a esa hora no hay mucha gente por la calle, la mayoría ya ha vuelto del trabajo y esta haciendo la cena o cenándosela, intentando disimular todo lo que puede camina hasta boca del metro más cercano, le queda al menos dos horas para llegar a su destino entre transbordos y caminatas. Una vez dentro del metro se siente más seguro, las probabilidades de que alguien conocido le vea son cada vez menores. En el última parada antes de hacer el transbordo le parece haber visto a Julia, pero seguramente sea una imaginación suya. Ese transbordo marca la linea divisoria entre dos ciudades, la ciudad que sale en los medios de comunicación, y la ciudad que se oculta debajo de la alfombra a ver si algún día le dan a Madrid los juegos olímpicos, la ropa, las caras, la limpieza del metro muestra una ausencia de medios económicos que no se respira en el centro. Cuando por fin llega a su destino al salir de la boca del metro aparece en un descampado donde al final se vislumbra el poblado de las Barranquillas. Camina cerca de 15 minutos para aproximarse a las casas donde supuestamente tienen la droga que busca. El panorama es digno de una película, apenas están las calles asfaltadas, son todas casas de una o como mucho dos alturas, y todos con los que se encuentra parecen vivir o ser clientes del mercado de la droga. Siente que por mucho que ha intentado desmejorar su aspecto, sigue teniendo una imagen demasiado saludable como para pasar desapercibido. La siguiente incógnita que se le presenta es a donde ir, para él todas las casas son iguales, puede que llame a cualquiera de ellas y le abra una familia corriente, porque todo es posible, o llame a otra y le reciban con una escopeta, porque eso también es más que probable, así que lo único que se le ocurre es preguntar al primero que se encuentre por la calle y no le de tanto miedo como para no hacerlo. Camina sin rumbo, y ninguno pasa el corte, hasta que decide pararse en un bar que parece el único negocio “lícito” de la zona. Los bares son puntos de reunión y encuentro, también en los barrios marginales, y cuando Segismundo pasa es como si todos a los que tiene miedo estuviesen concentrados en un punto, le entra flojera en las piernas cuando abre la puerta y ve la clientela, pero hace un esfuerzo, está decidido a acabar con la vida de Ataulfo, y no se le ocurre ninguna otra mejor forma. Entra despacio, intentando no llamar una atención que inevitablemente llama, esa cara es nueva en el barrio y no hay forma de que todos los que están en ese momento en el bar no se fijen en él. Igual de despacio se sienta Segismundo en uno de los taburetes sueltos de la barra, y poco de estar sentado el camarero le pregunta si quiere algo y pide una cerveza. La cerveza no tarda mucho en llegar, y a la vez que se la sirven, le vuelve a preguntar el camarero que si necesita algo más, a Segismundo se le ilumina la bombilla y dice cocaína y heroína, el camarero se va sin decirle nada. Al pasar unos segundos vuelve, y le ofrece un gramo de cocaína que Segismundo sin regañadientes compra, y también le indica la casa a donde tiene que ir a por la heroína. La cerveza intenta bebérsela tranquilo, no quiere levantar sospechas, pero la intranquilidad de verse en ese sitio y la certidumbre de la incertidumbre de verse presa de cualquier desagradable situación mientras está allí sentando hace que se la beba más rápido de lo que él piensa que se la está bebiendo, en menos de diez minutos ya está fuera del bar, 10 minutos que ha Segismundo le han parecido una hora. Igual que entro sin mirar a nadie así sale Segismundo del bar.

Ya tiene parte de lo que buscaba, lleva en el bolsillo el gramo con el que enmascarar la heroína. La casa a la que tiene que ir es de color verde, a dos manzanas del bar donde ha estado, y nada más llegar a ella la reconoce por la puerta de acero que la protege. Además, todas la ventanas están enrejadas, parece más una fortaleza que una casa, es más de hecho una fortaleza que una casa, esa puerta que mira Segismundo tiene una función que él enseguida comprende, retener todo el tiempo posible una intervención sorpresiva de la policía. Con más miedo todavía del que con el que entró en  el bar, llama a la puerta con sus nudillos cerrados, y en poco tiempo, como si estuvieran esperándolo le abren, y lo invitan a pasar a su interior. La casa por dentro parece una casa normal, cocina, baño, televisor de plasma que no cabe en el armario de un salón poblado con cómodos sofás, hasta que pasa por delante de lo que parece una habitación dedicada solamente al consumo de aquellos que van a comprar la droga, hay dos sujetos pinchándose, y otro fumando en plata. A la altura de esa habitación, en su puerta, quien le abrió le pregunta a Segismundo que que quiere, y Segismundo le dice, que heroína, y a la vez le dice que la más pura que tenga, que es para dar una sorpresa a un amigo, inevitablemente esta indicación levanta la sospecha de quien le atiende, que le pregunta como de pura, a lo que Segismundo responde tan pura como para matar a alguien.