Ha quedado con Julia. Eso supone que se trata de una cita ineludible, además cuando se despidió de ella en el parque, así se lo prometió, que pasase lo que pasase iba a estar allí, que no iba a poder haber nada en el mundo que le impidiese volver a verla. Es de noche, hace frío, y por la ventana de la habitación donde yace tumbado en su manta entra la claridad de las lunas y la corriente de aire del desierto. No ha pegado ojo en toda la noche, se la ha pasado esperando a que llegue el momento para escaparse. Sabe que ese momento ha llegado por lo tranquilo que está todo, no existe el menor ruido, incluso tiene miedo de pensar demasiado alto, por si acaso le escuchan y le pillan in fraganti. Conforme se convence de que ha llegado el momento de escaparse, se empieza a levantar muy despacio, haciendo el mínimo ruido posible, consciente de que cualquier mal paso, de que cualquier tropiezo, puede suponer no volverla a ver nunca jamas. A pesar de todas las cautelas, sus articulaciones crujen con cada movimiento, sus rodillas chillan cuando se levanta, sus tobillos con cada pasito que da de puntillas. Aguanta la respiración todo lo que puede mientras ésta se acelera cada vez más por culpa de sus nervios, siente que le falta aire, que se asfixia, y apenas si acaba de moverse y no puede hacerlo más despacio.
Son pocos pasos los que lo separan de la salida de la casa donde lo tienen retenido, sin embargo a él le parece que ha pasado toda una eternidad cuando ha acabado de recorrerlos. Hasta ahora ya ha hecho todo lo fácil, ahora le queda lo más difícil. Con la misma cautela se dirige a su próximo objetivo, por fin va a cumplir sus fantasias, va a hacerlas realidad, y se va a escapar montando en uno de esos dos ciempiés gigantes que tiran de la jaula donde lo pasean hasta la ciudad, o al menos lo va a intentar. Los ciempiés gigantes, están en una especie de cuadras que hay al lado de la casa y cuando llega están haciendo lo que debería estar haciendo él, dormir, su cuerpo está enroscado sobre si mismo, forman espiral concéntrico en el que su cabeza ocupa su parte interior. Al verlos, y al verse, se da cuenta de la absurdez de su plan, un humano domesticado, o en proceso de serlo, pretende escapar subido en los lomos de un bicho extraterrestre del que no sabe nada, que incluso podría al verlo estrangularlo con su cuerpo como cual serpiente pitón antes de engullir a su presa. Pero por mi absurdo que sea, también se da cuenta de que no tiene ninguna otra opción, ¿cómo sino va a atravesar toda la distancia que lo separa de la ciudad antes de que sea de noche y no morir en el intento? Así no le queda otra, que tras pensárselo un poco y situarte a la altura de uno ellos e intentarlo, en ese momento se siente como en las, ya afortunadamente prohibidas, corridas de toros en las que el torero esperaba en la puerta al toro. Levanta una de sus manos y empieza a acariciarlo despacio, esperando que con sus caricias no sólo se despierte, sino que además, en caso de hacerlo, lo haga de buen humor. Pero el bicho con cien patas y de longitud infinita, no hace nada, su cuerpo sigue moviéndose de la misma forma rítmica y pausada en que lo hacía antes de hacerle las caries. Así que pasa a una medida un poco más drástica, y en vez de caricias, está vez le propina un golpe con la palma abierta de su mano, que tiene resultado casi instantáneo, pues el bicho lo ha sentido, se ha movido, sin embargo no parece que haya sido lo suficientemente efectivo como para despertarlo. Viendo que ese método funciona, vuelve a hacerlo, y vuelve hacerlo otra vez, y otra, hasta que de forma inconsciente se encuentra golpeándolo repetidamente con su mano. Para, cuando el ciempiés se desenrolla como un látigo y al hacerlo él sale despedido, golpeándose contra una de las paredes de piedra de esa especie de establo. El golpe casi lo deja k.o., casi le deja la espalda hecha añicos, pero se levanta de él rápidamente, pues no hay nada como tener a un ciempiés gigante delante con la mitad del cuerpo erecto como para sentir una necesidad imperiosa de hacerlo.
Él de pie dolorido, el ciempiés al otro lado con pinta de enfadado, amenazante. En esa foto fija todo transcurre hasta que ambos se calman. El ciempiés vuelve a tener todo su cuerpo apoyado sobre la superficie del suelo y él vuelve a perderle el miedo, se vuelve a acercar a él muy despacio y cuando de nuevo está a su lado, empieza otra vez con las caricias sobre su cuerpo. A ambos les sientan bien, porque con cada movimiento nota como la confianza entre ambos se consolida, como cada vez es menos raro todo lo que está sucediendo. Cuando considera que ya lo ha acariciado lo suficiente deja de hacerlo, y armado con tanto valor como el que tiene a su disposición en ese momento se dirige hasta su cabeza. Nunca la había visto tan de cerca, en realidad apenas se diferencia del resto de su cuerpo, sigue sin saber donde tiene la boca o los ojos, si no fuera por las dos enormes antenas, de la altura de un humano, que tiene encima, podría estar perfectamente en la parte posterior de su cuerpo. Ya allí tampoco sabe que hacer, así que hace lo mismo que se ha visto hacer en sus sueños, engaña una de las antenas con su mano, con todo el cariño posible que le permite ese gesto, y empieza a tirar muy despacio de él hacía la puerta del establo. No sabe si es por la magia de las lunas o por la que envuelve el momento por culpa de la imperiosidad de su escapada, pero funciona.