Pero al poco dejan de mirarlo y siguen haciendo lo mismo que el estaba haciendo hace un instante. En él aflora un sentimiento extraño, siente remordimientos por dejar de colaborar en la recolecta de las lechugas, sin embargo, ya no puede más, el dolor de espalda es muy intenso. Decide que lo mejor es descansar un rato, cinco, diez minutos. Apenas ha pasado uno, cuando el vigilante que los observa trabajar se acerca a él. Nada más verlo sabe que va tener problemas, lleva cara de pocos amigos, un caminar decidido, y un látigo en su mano derecha, aun así no vuelve a agacharse, si ha incumplido cualquier tipo de norma, ya lo ha hecho, ya no habrá nada que pueda remediarlo, se distrae disfrutando de la preciosa mañana que les ha regalado el día e ignora completamente al vigilante que se acerca a él como el halcón que se lanza a su presa. En segundos lo tiene encima, ya es imposible no hacerle caso, y aunque preferiría mirar a cualquier otro lado, tiene que mirarle a la cara y contestar a lo que le está diciendo.

Con desgana, mezclada con fatiga, se vuelve a agachar y sigue haciendo lo que estaba haciendo hasta ahora. El pequeño incidente le ha servido para entender porque le miraban así sus compañeros de trabajo, aquí no hay una cooperativa en la que todos aportan sus esfuerzos para un fin común, lo que hay es una sumisión absoluta, y si no, pues ya sabes lo que hay. Se pregunta si al menos les dejaran parar para comer, o esto va a ser así todo el día, lleva un buen rato trabajando, y las tripas le suenan, tanto que como sigan así van a ser ellas las que entablen por su cuenta un dialogo, o más bien en este caso un monologo, en el lugar donde por lo que ve no está permitido hablar. Las lechugas no es que tengan una apariencia excesivamente apetitosa, están llenas de tierra, y poco jugo les iba a sacar por muchos bocados que les diese, pero hay unos tomates, hay unos tomates a pocos centímetros de donde está él que, le están diciendo cómeme, allí absorbiendo la energía que el Sol les manda, nutriéndose de la tierra a donde se agarraran, rojos chillones, gordos, amorfos, son de esos que no necesitan de sal ni aceite, que dándoles directamente un bocado transmiten un sabor intenso y placentero a tomate. No sabe cuanto tiempo podrá aguantar con el hambre que tiene sin echarles la mano encima. 
Efectivamente, no mucho, porque sin darse cuenta agarra uno, lo restriega un poco con la camisa que lleva puesta y le lanza ese bocado con el que lleva un rato soñando, su jugo le pringa toda la camiseta, estaba a punto de estallar y lo ha hecho en su cara. No le desilusiona, está buenísimo, está literalmente disfrutando de su sabor en su boca, le ha hecho olvidarse de donde está y con quien está. Lo degusta como un autentico manjar, racionando cada bocado, prolongando al máximo su existencia para que no se acabe ese momento. Tanto le ha gustado, que cuando se acaba se relame uno a uno los dedos, no quiere desperdiciar nada. 
Acabado el tomate vuelta a la dura realidad. Levanta sus ojos, y otra vez le está todo el mundo mirando. Enseguida percibe que eso que ha hecho también está prohibido, debe de haber alguna especie de norma que diga que no se puede comer mientras trabaja, o que diga que no se puede comer lo que uno trabaja, y mucho se teme, que además añada el número de latigazos con los que está sancionada dicha conducta. Hace como si nada, sigue trabajando agachado como hizo desde que el vigilante le dijese que sólo estaba permitido descansar cuando él dijese. Sin embargo, a pesar de todo el empeño que ha puesto en disimular, en hacer como si nada desde que enganchó el tomate, lo han vuelto a pillar, casi le da un vuelco el corazón cuando lo oye hablar.

Esta vez algo le dice que lo mejor es no contestar, diga lo que diga, y ahora mismo se le están ocurriendo un millón de cosas que podría contestar, va a ser automáticamente entendido como un provocación. Así que decide hacer como si nada, y sigue tratando de arrancar del suelo la lechuga que tiene delante. Pero no da resultado, de nuevo vuelve a escucharlo, aunque esta vez ya no le sorprende como antes.

Es inevitable, debe contestar. Sin levantarse, aprovechando esa actitud sumisa que le proporciona estar a ras del suelo, acumula el coraje suficiente para decir que sí.

No sabe lo que va a pasarle pero se lo imagina. De todas formas, sabe que lo mejor es no discutir, ¿qué puede hacer uno contra todo el poblado? Por eso se levanta despacio, con la cabeza gacha, y sobre todo tratando de no mostrar toda la rabia que ahora le inunda. Nada más levantarse, lo engancha del brazo y lo arrastra, lo dirige, hasta una especie de objeto de madera que hay clavado en el suelo, y cuya parte final está adornada con un tablón en horizontal. Una vez allí, el vigilante le dice que se quite la camiseta, él se la quita, luego lo agarra y lo ata al tablón horizontal. Hace rato que está totalmente paralizado, no sabe que hacer.