Tras un largo sueño y un copioso desayuno toca la visita guiada a la estación marciana donde ahora viven. Su cuerpo todavía sufre el desajuste horario por culpa del viaje, los párpados le pesan, tiene sueño, está cansado, aunque todo no es culpa del viaje, Julia que parece sufrir de lo mismo, también tiene parte de culpa. Ambos hacen lo posible por atender a todas las explicaciones del guía, un ingeniero informático que es el encargado de que el software que controla todo el entramado electrónico de la estación funcione. Que sea él quien da la visita guiada no es una casualidad, hay una razón de peso, es él quien mejor conoce a Gustavo, la inteligencia artificial con la que los nuevos inquilinos tendrán que interactuar para casi cualquier cosa. Justo caminan por la planta donde se construye el agua, y el guía fanfarronea del ingenio de su invento haciéndole preguntas sobre la calidad del agua, o en nivel de las reservas de oxígeno e hidrógeno con las que se fabrica.

Es en lo que estaba pensando ahora mismo, y ¿si hay algún Gustavo y no es a la Inteligencia Artificial a la que va dirigida la cuestión. Cuando ve que tres manos se levantan de entre los 500 “turistas” no puede evitar reírse.

Por los altavoces empieza a sonar Mozart, es una opera, Las Bodas de Figaro, enseguida la reconoce por como empieza.

Al oír las última palabras un escalofrío le ha recorrido por todo el cuerpo. Espera que el Guía, ese que se autoproclamado padre de la invención sea de verdad un genio, porque sino están fastidiados. Nunca lo hace, siempre ha sentido vergüenza y no le ha gustado hablar en público, pero tiene que hacerlo, sino no lo pregunta reventará, se irá a la cama preocupado, le dará vueltas a la cabeza sin parar, necesita saber imperiosamente cual es la respuesta a la pregunta que le ha quitado la tranquilidad. Da un paso al frente, levanta la mano, y alto, de tal forma que todo el mundo pueda escucharlo dice:

Tampoco es que la respuesta le haya dejado más tranquilo.