A la que es contestado con otra, después hay un leve intercambio de miradas que son las que sellan realmente el acuerdo. Esta vez la aguanta, poniendo su mejor gesto de jugador de póquer, no hay ni siquiera un atisbo de todo el odio que ahora mismo tiene y de todas las ganas que siente de lanzarse a su cuello y asesinarle, porque si no fuera por los dos matones que le escoltan, por el poblado que le espera al otro lado de la puerta, y por la muralla que lo separa del camino de vuelta a casa, eso sería justo lo que ahora estaría haciendo. Después de ese nuevo juego de nervios, el supuesto jefe vuelve a dirigirse a él.

Si aprieta un poco más los dientes, los va a convertir en harina, los oye rechinar a través de sus oídos. Trata de asimilar la indirecta por la que directamente sabe que lo están espiando, y vuelve a contestar sutilmente, conocedor de que no sólo es su vida la que corre peligro, sino también la de Vanesa.

A lo que es respondido no con palabras, sino con una sonora carcajada que resuena en toda la habitación. Mientras él se queda inmóvil, sigue petrificado, mientras siente como parece que le va estallar la cabeza por culpa del odio que siente. Lo odia tanto, que le sacaría los ojos para luego degollarlo, y por primera vez en su vida piensa que no sentiría ningún remordimiento al hacerlo. Es el único que no ríe de toda la habitación, el único que se está comiendo sus sentimientos a puñados, pero duda que alguien de su alrededor entienda lo que está sintiendo, son unos segundos interminables, pero finalmente paran, y Enrique con gesto burlón le contesta.

Lo está provocando, lo sabe porque todos los abusones son iguales. Se alimentan del sufrimiento de sus víctimas, disfrutan viéndolas retorcerse mientras la impotencia las consume. El abusón humilla hasta que hace perder la dignidad a aquellos que sufren su humillación, y les enseña que de su sufrimiento él hace una broma, una mofa, un circo, sus sentimientos son iguales que los de un payaso a los que le han tirado una tarta a la cara, no son más que parte del espectáculo. Pero contesta, tan dignamente, como le permite el poco de dignidad que le queda.

Al oírlo respira hondo, se le escapa el suspiro de forma incontrolada, es la expresión del alivio que siente al saber que le van a dejar irse.

Y acaba de nuevo su frase con otra sonora carcajada, que a la vez que inunda la habitación hace que un escalofrío le recorra todo el cuerpo. Piensa que lo mejor es no contestarle, porque a lo que le ha insinuado sólo se puede contestar de una forma adecuada mediante un acto, no con palabras.
Ambos se quedan otra vez callados desde que comenzó la conversación. Parece que a los dos se les ha acabado los temas de conversación. Intenta todo lo posible cruzar su mirada con la suya, es verlo y le provoca nausea, las ganas de asesinarlo son cada vez más intensas, de un momento a otro piensa que no va a ser capaz de contenerse más y lo va a matar, le da igual cuales sean las consecuencias. Al menos esta vez ambos respetan el silencio, supone que ya lo ha humillado suficiente por hoy. 
Pasó a contar números, lleva haciéndolo desde que se quedaron los dos callados, eso le ayuda a olvidarse de donde está, empezó por el uno, y cuando va a llegar al 1.000.000 oye como justo se abre la puerta de la casa, mira en la dirección del ruido, y aparece Vanesa por ella. A simple vista está bien, pero al fijarse en su cara con más detenimiento se da cuenta de que se ha tenido que pasar las horas llorando esperando a que llegase alguien a rescatarla.